Cuando no puedo más (pero sigo)

|

Fofa

Hay días que me levanto con energía.

Pum, de pie, como si el universo me debiera algo.

Y otros… otros en los que abrir los ojos ya parece mucho pedir.

Hay días en los que el cuerpo tira solo. Te pones las zapas, y va. Sin pensar.

Y otros… uff. Cada paso es como arrastrar una mochila con piedras. Pero en los tobillos. Literal.

Y aún así, entreno.

No siempre porque quiero, ojo.

A veces porque ya estoy ahí y qué más da. Otras porque no quiero sentir la culpa. Y algunas, las menos, porque sí, porque lo necesito.

Pero no voy a venderte la peli. Ni de lejos.

Hay momentos —en medio del entreno, incluso, con música a tope y todo— en los que me dan ganas de tirar la toalla, la barra, los cascos, TODO.

Sí, incluso después de dos años.

Incluso sabiendo que después me sentiré mejor.

Pero en ese momento… me da igual.

Hay días en los que la barra pesa más. No por kilos. Por… todo.

Días en los que correr se siente como castigo.

En los que hago sentadillas y mi cabeza solo grita:

“¿Pero esto qué es? ¿Por qué estoy aquí? ¿A quién quiero demostrarle qué?”

Y ahí empieza el lío.

El ruido mental.

Esa batalla interna de “venga va” contra “mira, no puedo más”.

He probado mil cosas para convencerme:

– Respiro profundo. Como si eso fuera un botón mágico.

– Me pongo música épica, de esas que parece que vas a salvar el mundo.

– Podcast de alguien que habla con voz seria y dice “tú puedes” como si me conociera.

– Pienso en ese comentario que me dolió hace mil años. Lo revivo. Me cabreo.

– Me imagino con ese cuerpo que quiero.

– Me repito frases como “venga, venga, venga, va”.

A veces cuela.

Otras… ni por asomo.

Porque el cansancio es real. Y cuando la cabeza se rinde… uff. Cuesta el triple.

Y esto igual suena raro. O un poco flipado.

Pero un día, hace meses, estaba corriendo por el paseo. Media llorando. Sí, llorando.

Sudor, rabia, cansancio. Todo mezclado.

No sabía por qué seguía. ¿Por inercia? ¿Por qué no quería fallar? Ni idea.

Miré al cielo —sí, literal, como en escena de drama— y dije:

“Por favor… alguien que me diga por qué coño sigo corriendo.”

Y no sé si fue el cielo, el cansancio, o yo misma que ya no sabía qué inventarme.

Pero me vino una frase. Así, sin aviso. De esas que se te cuelan en la cabeza como si las hubieras buscado tú, pero no.

“Todo lo que pidas orando, cree que ya lo recibiste, y lo tendrás.”

Marcos 11:24.

¿Biblia? Sí. Y mira que yo ni creyente, ni practicante, ni nada.

Pero ahí me quedé.

Seca.

Quietísima.

Y entonces lo hice. Cerré los ojos un segundo —sin matarme, claro— y me vi.

Pero de verdad. No de forma cursi. Sentí que ya era ella. Esa versión mía que quiero.

Yo. Fuerte.

Ligera.

Caminando como si el mundo no me pesara.

Con ropa que me encanta, no que me tapa.

Con la cabeza bien alta. Sonriendo sin tener que esconder la barriga.

No fue mágico ni de película. Pero… algo se encendió.

No sé qué.

Pero acabé el entreno.

Y desde entonces, cuando no me vale nada —ni la música, ni el podcast, ni la vocecita positiva esa que a veces me suena falsa—, me meto ahí.

En esa imagen.

En esa sensación.

Como si ya fuera real.

Y a veces… solo con eso, basta.

No siempre. Pero a veces, sí.

Y cuando pasa… joder, es potente.

No sé si es fe.

O locura.

O ganas de no rendirme.

Pero me recuerda por qué empecé.

Y me lleva hasta el final.

🖤

Autor

Deja un comentario